abril 15, 2007
YO SOY LA PUERTA
No hay quien se resista a la vida. El deseo de plenitud, para siempre, y no ser arrastrado por los acontecimientos, acompaña al hombre desde su nacimiento, aunque permanezca en la inconsciencia durante algunos años. Oímos hablar de guerras, de tensiones raciales y religiosas, de abortos, de crímenes pasionales... casi diríamos que la civilización alcanzada en los umbrales del siglo XXI a veces parece ser una civilización más de muerte que de otra cosa. Y, sin embargo, hay una palabra que resuena poderosa y que atraviesa los siglos: Yo he venido para tengan vida y la tengan abundante. Así define Jesús en el evangelio su misión, el fuego que abrasa su corazón: la vida del hombre.
Ya en el Antiguo Testamento, cuando Dios decidió presentarse a Moisés, dijo de sí mismo que no es Dios de muertos, sino de vivos. La vida pertenece a Dios, porque de algún modo se identifica con Él. Dios es la vida misma: Él no puede morir, de nadie recibe su existencia, y lo que Dios crea y provoca es la vida. Dios no quiere la muerte. Por eso Jesucristo aparece como el Enviado para enseñar a los hombres el camino de la vida y, aún más, para hacer posible la vida. Sólo Dios, por medio de Jesucristo, muerto y triunfador de la muerte con su Resurrección, es capaz de dar al hombre la vida que desea. Y de esta vida nos hace participar. Él la muestra en sí mismo y, sobre todo, la obra en nosotros.
Sólo Dios puede destruir todo aquello que es muerte para el hombre, y la raíz misma de esa muerte que es el pecado. Pero es también propio de la muerte resistirse a la vida, oponerse a ella. Sólo quedan dos opciones: o entrar en el aprisco, es decir, en el lugar de la vida, por la puerta que es Jesús, o contentarse con seguir a los que en realidad son ladrones y salteadores, todos aquellos que dejan al hombre en su muerte. La pregunta que queda es: ¿A quién iremos? ¡Ojalá cada uno y este mundo sepamos escuchar esta invitación-provocación de Jesús: Yo soy la puerta. Quien entre por mí se salvará!
~Ángel Castaño Félix
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